Un viaje en el tiempo a la Atenas del Siglo de Oro

21/03/2018

Si pudiésemos teletransportarnos al año 447 a. C  y aparecer justo en lo alto de la famosa Acrópolis de Atenas, veríamos un amplio solar en ruinas y a unos cuantos hombres colocando piedras en el centro exacto de su superficie. Esas piedras serían el embrión de lo que, quince años después, se llamaría Partenón.

¿Te imaginas? ¿Pasar el control de embarque, subir al avión de Iberia, sentarte cómodamente en tu asiento y, varias horas después, desembarcar en el llamado Siglo de Oro atenienese o siglo de Pericles? Sería increíble… Pero claro, para sacar mayor partida de la visita sería mejor visitarlo algo más tarde, a finales del siglo, cuando la gloria de la Acrópolis y de Atenas habían alcanzado su pleno apogeo.

Embarquemos.

El avión toca tierra. Las azafatas nos reparten un chitón (túnica) y un himatión (capa) a cada pasajero (tanto hombres como mujeres) para pasar desapercibidos. Bajamos del avión y nos dirigimos a Atenas; en este momento la ciudad ha vivido un gran resurgimiento y eso se observa, se siente.

Penetramos a Atenas por el Dípilon, la puerta situada al noroeste de la ciudad. Aquí comienza la vía Panatenaica, la calle principal, que conduce hasta la colina de la Acrópolis. En un paseo por las calles se observan a los atenienses, afanosos en sus quehaceres, centrados en el comercio marítimo y artesanal.

Una vez subido el promontorio y pasando los Propileos, la monumental entrada de columnas dóricas de la Acrópolis, nuestra vista se maravillará ante la espectacular aparición, en lo más elevado del terreno, del imponente Partenón, con el tesoro escultórico de Fidias, compuesto de metopas, frisos y tímpanos. En su interior nos aguarda la gran estatua crisoelefantina (de oro y marfil) de doce metros de Atenea Partenos. En el momento de nuestra visita, el Erecteión, el templo dedicado a Atenea Polias, Poseidón y al mítico rey Erecteo, está casi terminado y en él se puede ver ya la bella tribuna de las Cariátides, columnas con figura femenina.

Otros templos se reparten sobre la superficie, como el pequeño de Atenea Niké, con su estatua de bronce en honor a la diosa, obra de Fidias o el Santuario de Artemisa Brauronia. A los pies de la colina se ven los primeros indicios constructivos de lo que será el Teatro de Dionisio.

Dejando la Acrópolis, nos acercamos al gran espacio que ocupa el Ágora, el centro de la actividad política, social y administrativa de la ciudad, situado en el barrio de Cerámico interior. Si tenemos suerte quizá podamos presenciar un discurso del gran Sócrates, acompañado de sus discípulos, entre ellos un joven Platón. A Pericles, en cambio, ya no podremos verlo. El gobernante que promovió gran parte de los cambios sociales y artísticos que encumbraron a la ciudad durante este siglo hace ya más de dos décadas que falleció.

Desde el Ágora, y siguiendo el río Erídano, recorremos el Cerámico interior hasta el barrio de los alfareros.  Sería toda una suerte que, durante el trayecto nos cruzáramos con alguno de los grandes autores teatrales de la época: Sófocles, Aristófanes o Eurípides. O quizá con el atómico Demócrito, para que pudiese explicarnos en primera persona su revolucionaria teoría del universo. Tras superar la muralla que separa el Cerámico Interior con el Exterior, llegamos hasta el cementerio principal de Atenas. Desde aquí, podemos ver el atardecer bañando con luz anaranjada las piedras níveas de la Acrópolis. Grecia brilla con luz propia en el cénit de su vida. Con esta imagen regresamos al avión. Miramos por la ventanilla y observamos la oscuridad más absoluta solo interrumpida por pequeñas luces procedentes de antorchas y hogueras.

Despedimos Atenas, ha sido un viaje único por la época gloriosa de una de  ciudades más increíbles de la tierra. Y hemos podido vivirla en primera persona.

Imágenes | Lambros KazanPavleMarjanovic