Me tropecé al salir del ascensor del hotel, tras una semana en Río de Janeiro me había acostumbrado a disfrutar la ciudad en chanclas casi todos lados. Este destino estaba sacando mi versión más exploradora…
Eran las siete de la mañana y, siendo mi último día antes de volver a España, quise correr por la playa antes de que mis compañeros se despertaran. Era algo que sentía que tenía que hacer, no podía volverme sin haber visitado ninguna. Esperaba encontrármela abarrotada de gente, pero Copacabana me recibió en silencio, apenas un par de gaviotas conseguían romper su quietud. Casi me sentía culpable por ser de los primeros en pisar la arena, como si mi pie fuera a molestarla. Caminaba hacia la orilla cuando, invadido por un halo de autoestima inaudito en mí, me quité la camiseta, agarré el calzado con las manos y me puse a correr bordeando la playa. No me considero una persona vergonzosa, ni insegura, pero reconozco que estar en un lugar donde no conocía a nadie me hizo sentirme más valiente. Notar el agua empapándome los pies me regaló un momento de libertad y felicidad, sintiéndome conectado con un lugar que me había brindado una de las semanas más maravillosas que he tenido nunca.
Minutos más tarde vi como empezaban a llegar los primeros bañistas que, lejos de querer darse un chapuzón, buscaban un lugar donde practicar algo de deporte. Pensé que el agua estaría congelada porque el sol apenas llevaba unas horas despierto, pero un joven con un estridente bañador de color verde pronto me iba a sacar de mi error. Sin pensárselo dos veces cogió impulso y se zambulló. Poco sabía yo de Brasil y sus playas, cuando me quise dar cuenta ya estaba empapado disfrutando de mi primer baño. El primero y por tonto, probablemente también el último. No soy mucho de playas, pero os prometo que en aquél momento solo sentía un abrazo templado que no podía rechazar.
Sumergido bajo el agua, con los ojos cerrados y manteniendo la respiración, el sonido blanco del mar era mi única compañía. En mi cabeza, las imágenes de los días que habíamos pasado aparecían como flashes. Si a mi fantasía le faltara algo de cordura me habría dejado salir volando del mar y volver a recorrer cada uno de ellos. Subir al Cerro del Corcovado y rodear el imponente Cristo Redentor que corona la ciudad y que, como si de un Titán protector se tratara, vela desde las alturas. Recorrer de nuevo sus calles en busca de nuevos sabores, de nuevos platos e incluso adelantar al enigmático teleférico en su llegada al inconmensurable Pan de Azúcar. Menos mal que mi fantasía es sabía y rápidamente pude sacar la cabeza del agua para volver a respirar. Mis pulmones rápidamente me lo agradecieron.
Tras ponerme de nuevo las chanclas y ver que la playa cada vez cobraba más vida, me dirigí hacia el hotel. Estaban todos mis compañeros esperándome en la entrada para irnos al aeropuerto. Subí, me duché lo más rápido que pude y antes de que pudieran quejarse ya había vuelto a bajar para encontrarme con ellos en recepción. No me había dado cuenta de la hora, quizás tienen razón y es cierto eso de que cuando eres feliz el tiempo se te pasa volando. Y en esa felicidad, me di cuenta de que Río de Janeiro me estaba haciendo no solo más explorador, sino también más valiente.
Por Rush Smith.
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