Después de llevar solo unos días en la capital francesa, es muy probable que acabes con la sensación de que estás en un lugar de difícil comparación. Si tiras de hemeroteca personal, no tienes duda alguna: hay muchas ciudades cuyo especial enclave las hace especiales a ellas también; otras tienen un centro histórico que bien podría ser sede de algún cuento de hadas; las hay con una construcción puntual o monumento aislado que se sale fuera de lo normal e incluso de lo excepcional. Y luego… luego está París.
Aunque te cuesta reconocerlo (teniendo en cuenta que el chovinismo propio se despierta y acentúa hasta el extremo cuando se lo saca a pasear un rato), cuantas más ciudades visitas, más claro tienes que París es una ciudad demasiado bonita. Insultantemente elegante. Brillante en exceso.
Dejando a un lado, e intentando no nombrar por enésima vez todos esos conocidos lugares de obligatorio peregrinaje y pleitesía que París atesora, “lo que realmente te llama la atención” de esta ciudad, es “lo que no sale tanto en las portadas”. Ni siquiera en tus fotos.
Caes en la cuenta de que te puedes perder por cualquiera de sus barrios y difícilmente vas a encontrar tres edificios seguidos que desentonen. Te cuesta incluso encontrar una muesca de globalización entre tanto derroche de personalidad ya que los habitualmente omnipresentes McDonald´s, Starbucks y demás avances del siglo XX no se dejan ver muy a menudo por aquí. Con semejante derroche de homogénea estética clásica, podrías asegurar sin temor a equivocarte que París es la ciudad más uniforme y coherente del mundo.
Buscando a conciencia algún defecto, no paras de fotografiar todos esos tejados que ponen la guinda a cada construcción. Te tomarías algo en todas y cada una de esas cafeterías que adornan las aceras con sus pequeñas mesas redondas y sillas a juego; recorres en ambos sentidos y direcciones los numerosos puentes aparentemente salidos de un casting que sobrevuelan el río Sena; rodeas los incontables carruseles que te giran cada dos por tres… Y así, a ritmo de tres por cuatro, te dejas llevar por las inequívocas bocas del metropolitain, por las elevadas vías de metro que aparecen y desaparecen sin previo aviso, por los cuidados graffitis que visten algunas elegidas y orgullosas fachadas y por los muchos parques que coleccionan picnics, siestas y primeras citas.
“Ay, París, París”, suspiras.
Todo es bonito. Todo está en su sitio. Todo parece insuperable. Aunque París es, está y parece, te empeñas en buscarle algún defecto (en tu personal cruzada) a una ciudad que tampoco te ha hecho nada. Con cierta impotencia, caes precipitadamente en el manido tópico del, “vaya, vaya, aquí no hay playa”. Pasado ese primer instante de insípida gloria e infundado regocijo, caes en que no se trata de una característica definitivamente negativa. Al fin y al cabo, “ante el vicio de presumir de playa, está la penitencia de carecer de río o montaña”, asumes. No puedes ponerle la cruz a una ciudad así por eso.
La desesperación te lleva a recurrir a aquel aclamado éxito intergeneracional que aunque tú no te crees del todo, afirma que los parisinos son muy suyos. Aunque como consuelo no es mucho ni suficiente (y menos cuando te vienen a la mente otras muchas ciudades en las que sus habitantes tampoco se caracterizan por su agradable hospitalidad), se te ocurre un absurdo plan. Un plan (fruto de la desesperación y la impotencia, no lo olvidemos) que dice así:
Los parisinos “son muy suyos”, sí. Pero son pocos. Muy pocos. En concreto, unos 2.243.833, más o menos. Si tenemos en cuenta que visitan la ciudad unos 18 millones de personas al año… “¿qué tal si nos ponemos de acuerdo y nos la quedamos?”, piensas.
Sonríes levemente a causa de tu ocurrencia y aunque sientes cierta incomodidad (algo que suele ocurrir cuando uno se enfrenta a la perfección cara a cara), tienes que admitir que te encanta esta ciudad que de alguna manera, es un poco de todos.