¿No te parece que últimamente se lleva mucho eso de hablar de los agujeros negros? Se citan términos como campos gravitatorios, entropía, singularidades, termodinámica… Palabras que, divididas o elevadas unas con otras, nos asoman a ese abismo de ilusión e incertidumbre que supone viajar en el espacio-tiempo. Doblar el universo con la esperanza de llegar a algún mundo paralelo al nuestro. Semejante. Parecido. Otro lugar en el que podríamos vivir igual que aquí y al que poder llamar “casa”.
Pues más o menos, eso ocurre cuando te subes a un avión, te echas un sueñecito… y apareces en Buenos Aires.
Aunque ibas un poco preocupado porque te habías imaginado que te cruzarías con un montón de argentinos hablando sin parar, nadie te hace un caso especial, borrando de un plumazo uno de esos clichés que que sobrepasan fronteras. Eres uno más, incluso cuando hablas y sacas a relucir tu acento gallego. La primera sensación es la de que todo te resulta familiar. Además del idioma y el espíritu… paseas por varias calles que podrías encontrarte perfectamente en cualquier ciudad española. Todo te suena. Todo te trae recuerdos. Todo te parece cercano. Y, claro, te dejas llevar.
Te dejas llevar por los clubs sociales y las pulperías para adentrarte en el sagrado mundo del asado, las empanadas, la pizza y la pasta. Te dejas llevar por las facturas, los alfajores y, cómo no, por el helado. “Mitad súper dulce de leche, mitad chocolate amargo, por favor”.
Y, claro, todo te parece bonito. El Obelisco en plena Avenida 9 de Julio; el elegante Teatro Colón; el barrio de San Telmo al completo; Puerto Madero con su reserva, sus barcos museo y sus restaurantes; los graffitis, parques y tiendas de Palermo; el barrio de La Boca con sus colores, puentes e historia; el majestuoso Cementerio de la Recoleta y la Estación de Retiro. Te parece bonita La Flor, el Planetario, la Casa Rosada…
Y, claro, bajas la guardia. Bajas la guardia y hasta te interesas por algún partido de fútbol (un deporte que a decir verdad, nunca te dijo nada); pero es que aquí se vive con tanta intensidad que no puedes quedarte al margen. Bajas la guardia y se te pasa por la cabeza apuntarte a clases de tango… a pesar de que tienes un nulo sentido del ritmo y que te vas dentro de tres días.
Y, claro, te sientes como si vivieras allí. La ciudad se te ha metido tan adentro que hasta dejas de tomas fotos: te lanzas a decir ‘colectivo’ en lugar de autobús y dejas de ‘coger’ las cosas para, sencillamente, agarrarlas o tomarlas; todo lo que te rodea parece tan tuyo que, por momentos, crees que se te está pegando el acento. Bueno, a decir verdad, solo te lo parece a ti. De repente caes en que estás a 10.000 kilómetros de distancia y casi ni recuerdas qué cosas extrañas de otro mundo pensabas encontrar yéndote tan lejos. ¿Dónde están todos esos argentinos que me iban a hablar sin parar?, piensas.