Ante la pregunta de “¿qué ingredientes lleva exactamente un San Francisco para ser tan especial?”, nada mejor que desvelar la receta…
Cójase un buen trozo de Berlín y trocéese en pedacitos bien pequeños. Resérvense aquellas partes de la ciudad que te dan esa sensación de que hay un montón de cosas pasando por todos lados al mismo tiempo, sus parques diferentes y llenos de vida y esa peculiar mezcla de gentes de todas las edades en cualquier lugar. Añádase una buena porción de orografía un tanto particular e irregular al más puro estilo de Ciudad del Cabo, así como aquel toque de Naturaleza que todo lo inunda. Agitar arriba y abajo una y otra vez y dejar reposar. Viértanse generosamente casas, coches y sensación de felicidad a granel al más puro estilo de Melbourne. Espolvorear detalles singulares como los puentes y tranvías de Lisboa o la intensa tranquilidad de Tokio. Dejar enfriar y a disfrutar de todo ello durante, como mínimo, tres días.
Tres días en San Francisco son injustos, pero suficientes para llevarse una buena idea de todo lo que esta ciudad ofrece. Sobre todo, la de que se te pase por la cabeza formar parte de ella a tiempo completo en algún momento de la vida. Cruzas los dedos… cierras los ojos… sí, casi puedes imaginarlo.
No son sólo sus casas con ese encanto único que resiste la bajada o subida (según en qué dirección vayas, claro) más intensa. No es sólo por el Golden Gate y sus mil perfiles buenos. No es por el cuidado barrio de Castro con su historia de lucha por amor (dánoslo hoy). No es el barrio latino de Mission con sus paredes llenas de grafitis e historia y todas esas cafeterías en las que cerrarías por dentro. Tampoco es el barrio de Haight Ashbury y buena parte de aquella magia que sigue manteniendo desde los años setenta.
No son sólo las vistas de vértigo que Nob Hill o Russian Hill pone a tus pies. No son los leones marinos del Pier 39. Ni siquiera es por el exotismo controlado de Chinatown, la intimidatoria presencia de Alcatraz, sus calles singulares como Lombard o Napier Lane, los patines de quita y pon o los “cable-car” que huyen a poca velocidad de la furtiva persecución de miles de miradas y cámaras.
Probablemente el ingrediente secreto de San Francisco sea que posee ese aroma de que todo lo raro es lo normal (y lo normal, raro) que te engancha por diferente e inesperado.
Es esa sensación que no acabas de asimilar al poco de llegar, la misma que te deja con un sabor de querer más al irte (a pesar de haber visto “todo lo que se supone que hay que ver”). Esa sensación, justo esa (muy justificada por cierto), que hace que se convierta en una de tus ciudades más favoritas del mundo mundial cuando te ves en el asiento de tu avión de vuelta.
Seguramente cuando pase por tu lado el carrito de las bebidas y la asistente de vuelo te pregunte “¿Qué desea tomar?”, la respuesta sea: “Póngame un San Francisco, por favor”.
Imágenes: Algo que recordar; zhu difeng | Algo que recordar