No demoremos la respuesta hasta el final del artículo: da igual las veces que vayas a Roma, no podrás conocerla del todo nunca. Si ya has ido, sabrás que es así. Vamos a poner como referencia imaginaria a una tal… Valentina y su novio Jacobo. Ella es de Málaga y se fue a Madrid hace diez años a estudiar la carrera de veterinaria. Él, es de Alcobendas y es Senior Account Manager Business Development en una aseguradora (pasaremos por encima de este dato porque no es relevante). Valentina y Jacobo se conocieron a través de una amiga común y en seguida hubo feeling. Una cosa llevó a la otra y a los tres meses se estaban yendo de viaje a Roma para oficializar la relación de cara al otro con hechos, no con palabras.
Una ciudad así y en un momento como aquel, hizo que vieran el Coliseo por fuera, la Piazza Navona, el Barrio de Trastevere y poco más (bueno, la habitación del hotel y sus vistas a la Piazza Farnese, sí). El amor desenfrenado rodeado del glamour que desprende una ciudad bonita por todas partes, es lo que tiene. Aquella maravillosa semana pasó rápido. Lo peor vino a la vuelta cuando todo el mundo les preguntaba qué es lo que más les había gustado de Roma y si habían visto esto o aquello.
Un par de años después, surgió el plan de volver a Roma con otro par de parejas durante un puente. Fue complicado hacer un planning que convenciera a todos ya que el que no había visto unas cosas había visto otras. Después de un gran esfuerzo negociador por parte de todos para llegar a una entente cordial, acordaron una agenda que fue imposible cumplir. Las cenas que se alargaban hasta altas horas de la noche bañadas en chianti, hacían que llegaran siempre (y bajo un sol de injusticia) al final de la cola en cada uno de los monumentos a querer visitar. Esto hizo que en este segundo viaje, Valentina y Jacobo avanzaran solo un par de casillas más logrando visitar La Plaza de San Pedro y el interior de la Basílica, Los Foros y el Coliseo por dentro, el Panteón de Agripa, la Plaza de España y la Fontana de Trevi hasta arriba de gente.
Pasaron los años, llegaron los hijos y se mantenía esa sensación de que les quedaba mucho por ver de Roma. Como no hay dos sin tres, se plantaron con sus hijos Carlota y Leo (de tres y seis años) con la intención de acabar de una vez por todas con la ciudad eterna. Error. Si ya ellos eran lentos por naturaleza viajando, hacerlo con niños es como entrar en una nueva dimensión del espacio tiempo. Todo les parecía que iba a cámara rápida mientras ellos avanzaban lento. Muy lento. Además de que la idea de hacer cola bajo el sol abrasador no era muy bien recibida por los niños, estos se paraban unilateralmente y sin derecho a negociación en cada fuente que se encontraban para jugar largo y tendido con el agua. Tercer intento semi fallido con el resultado de poder conocer más o menos en condiciones el Campo de’ Fiori, El Barrio Judío, el Monumento a Victor Manuel II, la Piazza del Popolo y el Parque Villa Borguese.
Cuando Carlota y Leo cumplieron dieciocho y veintiún años, pidieron volver a Roma porque no se acordaban de nada. El resultado fue que Valentina y Jacobo tuvieron que repetir todos y cada uno de los sitios que ya conocían (a excepción de los Museos Vaticanos) y al ritmo de dos chavales en plenitud de forma y espíritu.
Si volver a ver un lugar a través de los ojos de tus hijos es maravilloso, verlo a través de un fotógrafo y una ferviente estudiante de Historia del Arte es lo más parecido a una pesadilla.
Valentina y Jacobo llegaron a la conclusión de que Roma no tenía la culpa de un historial lleno de despropósitos y solo cinco meses después, quisieron darle y darse una quinta oportunidad. Esta vez, el plan era visitar las Catacumbas, la Via Appia Antica, la Boca de la Veritá, il Buco de la Serratura, el Circo Máximo, el Castillo de Sant Angelo, La Basílica de Santa María la Mayor, el Mercado de Trajano, las Cuatro Fuentes, subir a todas las colinas y miradores y volver a entrar al Coliseo ya que las dos veces que habían entrado estaba un poco nublado. Fueron con la determinación y la firmeza de aquellos viajeros de hace doscientos años que querían descubrir el mundo. Con la decisión, de una vez por todas, de poder decir con la cabeza bien alta: “Sí, conocemos Roma”. El caso es que no contaban con que la vida les había ido llevando al lado oscuro del gourmetismo y claro, pocos lugares hay en el mundo como Italia para no probar todo lo que se te pone por delante.
Se entregaron sin remisión a la crocchetta di baccalà, a los spaghetti cacio e pepe, a la fiori di zucchina, al supplì al telefono, al carciofo alla giudia y por supuesto, a los clásicos: expresso, pizza y helado en todas sus variantes y sabores. Dejaron a un lado los lugares que les quedaban por ver y empezaron a hacer rankings en los que puntuaban el mejor tiramisú o los mejores tagliatelle.
Llegados a este punto de la vida, Valentina y Jacobo decidieron dejar de contar las veces que habían ido a Roma y a pensar en las que aún podían ir sin obsesionarse con tachar de una lista lo que les faltaba por ver. Intentaban volver cada vez que podían para repetir paseos por todos esos lugares que tanto les gustaban, para sentarse de nuevo frente aquella fuente que les devolvía recuerdos a borbotones, para comer en esos restaurantes en los que ya les saludaban al entrar como si fueran casi clientes habituales.
Valentina y Jacobo nunca conocerán Roma del todo (como casi nadie) porque aunque se lo propongan, la ciudad tiene mil y un trucos para que por uno u otro motivo, siempre tengas que volver. ¿Por qué crees que le llaman la ciudad eterna?
Imágenes y texto: Algo que recordar