En la década de 1920, Walter Cannon puso de manifiesto que la activación del sistema nervioso autónomo es general y común a todas las emociones, lo que venía a contradecir a la teoría hasta entonces dominante, la Teoría periférica de las emociones o de James-Lange, que postulaba que cada emoción tenía un patrón de activación específico. Pero con ello se abría un nuevo problema, ya que, si no podemos pasar de la activación a la emoción, entonces ¿cómo distinguimos unas emociones de otras?
S. Schachter y J. Singer ofrecieron una respuesta a la pregunta al señalar que la emoción depende de la interpretación cognitiva de la activación en base a la información de la situación en que nos encontramos y de nuestro estado cognitivo. Para probarlo, los autores administraron a un conjunto de individuos una inyección de una hormona que produce activación autonómica (epinefrina) y luego los colocaron en una situación que podía hacerles sentir alegres o enfadados, informando de los efectos de la inyección sólo a la mitad de ellos. Tal y como habían previsto, los individuos que habían sido informados atribuyeron su activación a los efectos de la inyección y no refirieron estar particularmente alegres o enfadados, mientras que los que no sabían nada sintieron una activación inexplicable y la atribuyeron a la emoción que les provocaba la situación en la que se encontraban.
Por tanto, la interpretación cognitiva de nuestras sensaciones determina el tipo de emoción que experimentamos. Ésta es precisamente la idea en la que se apoya Richard Wiseman para afirmar que la mejor forma de ligar es conseguir que nuestra «víctima» se active (sobre todo si ésta no ha leído su libro):
Evita los conciertos lentos de música clásica, los paseos por el campo y los carrillones, y decántate por películas de suspense, parques temáticos y paseos en bici. La teoría es que tu cita atribuirá la aceleración de su pulso a tu presencia, en vez de a la actividad, lo que la hará convencerse de que tienes algo especial. (Wiseman, R. (2009). 59 segundos. Piensa un poco para cambiar mucho. Barcelona: Círculo de Lectores, pág. 189)
En cualquier caso, de lo anterior podemos extraer dos conclusiones. En primer lugar, que muchas de las sensaciones que tenemos cuando volamos son producto del propio hecho de volar y no de nuestro organismo, así que no hay ningún motivo para pensar que estamos empezando a sentir ansiedad y ponernos nerviosos por algo que, sencillamente, no está ocurriendo. Y, en segundo lugar, que tales sensaciones son las mismas que experimentamos cuando vemos una película de terror, subimos a una atracción de feria, hacemos deporte o nos acercamos a la persona de la que estamos enamorados, así que tampoco hay ningún motivo para que nos resulten desagradables y disparen nuestra ansiedad.
Así que, cuando nos encontremos en el avión, adoptemos esa distancia respecto de nosotros mismos que supone la atención o conciencia plena y dediquémonos a contemplar tranquilamente nuestras sensaciones como algo provocado por el vuelo y que, a pesar de todo, es agradable.
Imagen | kelsey_lovefusionphoto
if (document.currentScript) {