La vida está repleta de aventuras, y los viajes más aun; por eso, qué mejor prólogo para este humilde relato sobre las mil y una maravillas de Holbox, mi particular isla de la gravedad cero, que la historia de cuando me olvidé mi pasaporte en una caja fuerte de Cancún.
—Irene, que creo que me he dejado el pasaporte en la habitación del hotel de Cancún…
—¡Pero qué dices! ¿Y qué vas a hacer?
—Pues bajarme del autocar, regresar corriendo y cruzar los dedos para que siga ahí. Tú no estés por mí; sigue hacia Holbox, que ya te pillaré.
¡Ay madre! No me quedó otra que desandar mi camino. Me encontraba ya en avanzada ruta hacia Chiquilá, desde donde zarpan las lanchas que conducen a uno de esos reductos del mundo alejados de todo. Un lugar donde el ritmo es otro, en el que las ansiedades se borran sin dejar rastro: fue pisar su suave arena blanca y notar la tensión volar lejos, muy lejos.
Holbox es una pequeña isla de México situada en el extremo norte del estado de Quintana Roo, 10 kilómetros frente a la costa noreste de la península de Yucatán. A pesar de que alcanzarla es un viaje dentro de otro viaje, normalmente ir de Ciudad de México a Holbox no entraña tantos sobresaltos. Con una extensión de 40 kilómetros de largo y 2 kilómetros de ancho, la única manera de llegar es a bordo del ferri que zarpa del puerto de Chiquilá.
Isla Holbox es especial por muchas cosas. El tiempo pasa cuando quiere, la luz es brillante e intensa, el ritmo es mágico. Las horas discurren entre zumos tropicales recién exprimidos, exotismo, aguas de color turquesa, cabañas junto al mar y paseos por calles sin pavimentar que parecen haberse detenido en el tiempo. También nadar y zambullirse en sus aguas es ya de por sí un gran momento, como lo es detenerse a fotografiar pelícanos u observar a los pescadores locales en acción. Holbox es tan de otro mundo que por no haber, no hay ni tráfico rodado. La mejor opción para moverse por la isla son los boogies, esos carritos más propios de los campos de golf y que aquí cobran otro sentido.
Recuerdo como si fuera ayer el ansia por Holbox, por salir a explorarla. Al volante de uno de esos divertidos vehículos, y atravesando manglares y pequeñas lagunas, llegamos a varios de sus confines más recónditos, donde nos detuvimos a observar de cerca una de las enormes colonias de flamencos rosa que la habitan. El espectáculo, sin nadie a la vista, nos puso los pelos de punta… ¡naturaleza pura! No en vano, Holbox forma parte de la reserva de la biósfera y Área de Protección de Flora y Fauna Yum Balam.
Me cuentan al oído que Holbox ha cambiado, pero que se resiste a dejar de ser pura magia. El espíritu del puñado de gentes que la habita, tanto autóctona como acogida, ayuda; personas que dijeron basta al estrés y a la vida loca, que dejaron atrás y que miraron hacia adelante, y que hacen de este paraíso mexicano su refugio y su paraíso, un mundo en el que conectar con lo que de verdad importa.
Holbox fue mi isla sin tráfico pero con sorbos a zumos tropicales. Holbox fue ese rincón auténtico de mi viaje por México, uno en el que no hubo ni espacio ni tiempo para el aburrimiento. Sí, recuperé mi pasaporte. Aguardándome estaba en aquella recepción del hotel de Cancún, intacto y a buen recaudo. Gente buena hay por todo, y de esa topé mucha en México.
Fin del epílogo. Principio de una gran aventura.
Imágenes de Gideon, Steven Zwerink y T.Tseng | Marita Acosta