Antes de despegar

24/08/2010

A la hora de afrontar el miedo a volar, una cosa útil que podemos hacer es distanciarnos respecto del problema por medio de la realización de dos pequeños ejercicios.

En primer lugar, imaginar cómo sería la vida sin miedo a volar, pudiendo coger un avión en cualquier momento o sin sufrir cada vez que lo hacemos. Hay gente que no sólo no tiene problemas, sino que hasta disfruta cuando vuela. ¿Recuerda aquella escena de “Memorias de África” en la que Meryl Streep sube intrépidamente a la avioneta de Robert Redford para dar un paseo aéreo por la sabana africana? ¿Recuerda cómo gozaba ella mientras remontaban el curso desigual de un río hasta llegar a una espléndida catarata, trazaban la cresta de un enorme volcán, se unían a una manada de ñus en carrera, cruzaban un lago cristalino espantando a los incontables flamencos o se elevaban para atravesar las nubes? ¿Recuerda cómo se emocionaba y le daba la mano a él? La protagonista llegaría a decir que aquello fue un regalo increíble: “la visión del mundo a través de los ojos de Dios”. ¿Por qué volar no puede ser siempre una experiencia parecida? Se trata simplemente de recuperar la emoción que para un niño despierta el hecho de ver el mundo desde arriba.

Además, el verbo “volar”, al igual que otros como “alzar el vuelo”, “elevarse” o “despegar”, tiene para nosotros una connotación de libertad y, con ella, las de crecimiento y progreso. Desde este punto de vista, el miedo a volar supone un miedo a ser libre y, en consecuencia, a crecer y progresar.

Así que dediquemos unos instantes a imaginar esa vida sin miedo y, gracias a ello, plena de posibilidades, en la que podríamos plantarnos en nuestra ciudad favorita cuando nos apeteciese y en la que no existiría lugar tan remoto que no pudiéramos alcanzar de un salto.

En segundo lugar, es preciso visualizar el miedo como un mecanismo que funciona por sí mismo. El miedo, como cualquier fobia, es el resultado de asociar unos estímulos a un intenso malestar, por lo que podemos concebirlo como un mecanismo en el que una rueda –el volar– se halla perfectamente engranada a otra –el malestar–, de modo que tomar un avión o incluso pensar en hacerlo genera miedo a volver a sentir tal malestar. Es cierto que no es un engranaje tan simple, porque en él intervienen también pensamientos negativos, pero en realidad éstos se limitan a engrasarlo para que esté siempre a punto y funcione a la perfección.

Luego el miedo a volar no es un problema enorme y desbordante contra el que resulta difícil hacer algo, sino un mecanismo que se ha instalado en nuestras vidas y que, sencillamente, hay que romper. Como si lo cogiéramos con los dedos y, pese a su aparente solidez y complejidad, lo aplastásemos como si fuera un diminuto mosquito.

Imagen | Iberia

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