«Ribeyro ha fabricado una epopeya en base al barrio de Santa Cruz, en Miraflores”. Así hablaba el poeta miraflorino Antonio Cisneros de Julio Ramón Ribeyro en Las respuestas del mudo, uno de los libros recopilatorios de la obra del autor peruano. Y es que, al afamado cuentista “nada ni nadie lo marcó tanto como la inveterada neblina miraflorina que difumina los malecones y las calles en los inviernos de Lima”, como dijo también de él el periodista y escritor Fernando Ampuero.
Julio Ramón Ribeyro nació realmente en Santa Beatriz, en Lima, el 31 de agosto de 1929, pero a los pocos años su familia se mudó al barrio de Santa Cruz, ese que tantas veces retrató en sus relatos. A veces, con tintes casi autobiográficos.
“Cuando Memo García se mudó la quinta era nueva, sus muros estaban impecablemente pintados de rosa, las enredaderas eran pequeñas matas que buscaban ávidamente el espacio y las palmeras de la entrada sobrepasaban con las justas la talla de un hombre corpulento. Años más tarde el césped se amarilleó, las palmeras, al crecer, dominaron la avenida con su penacho de hojas polvorientas y manadas de gatos salvajes hicieron su madriguera entre la madreselva, las campanillas y la lluvia de oro.”
Su cuento Tristes querellas de la vieja quinta podría ser un ejemplo de los primeros años de Ribeyro tras la mudanza. La magia del recién descubierto barrio de Santa Cruz se vio enturbiada por la muerte de su padre por tuberculosis, siendo él aun adolescente. De esta forma, se amarilleó el césped del lugar en el que había crecido, ese lugar en el que «un grupo de blanquiñosos jugábamos con una pelota en la plaza Bolognesi», como relata en otro de sus relatos, Alienación.
El joven Ribeyro estudió letras y derecho en la Pontificia Universidad Católica del Perú, donde conoció a otros jóvenes con intereses intelectuales y artísticos parecidos y que formarían más tarde la Generación del 50, muy vinculada al tema del desarrollo urbano y la experiencia de la migración andina hacia Lima, donde se produjo un incremento radical de la población a partir de finales de los 40. Gracias a una beca de periodismo, Ribeyro viajó a España en 1953, comenzando así un periplo europeo de cinco años por Francia, Alemania y Bélgica. En 1958 regresó a Lima, a su querido Miraflores donde, una y otra vez, volvía a repetir sus antiguos hábitos, como si no hubiese pasado el tiempo
“Estaban sentados en una banca del parque de Miraflores, en el atardecer veraniego, viendo desfilar los automóviles, pasar los peatones, anidar en los ficus las tórtolas tardías. Apenas a una cuadra el colegio donde habían estudiado juntos hacía tantos años. Y en la esquina un hombre de pelo entrecano, pero de edad indecisa, dando vueltas en redondo, con un grueso paquete de libros bajo el brazo”.
Tres años permaneció en Lima, plasmando la vida que surgía de sus adoquines, de su plaza de Armas, pero siempre con la mirada fija en Miraflores y sus lugares históricos, como el yacimiento arqueológico de Huaca Pucllana. En 1961 volvió a Europa, a París, donde trabajó como periodista y, en sus último años de estancia europea, como agregado cultural en la embajada peruana ante la UNESCO. Viviendo en Francia, pero con Perú siempre en el pecho, Ribeyro desarrolló buena parte de su producción literaria mientras un cáncer, fruto de su adicción al tabaco, le iba consumiendo la vida.
“Ese hombre gordo y medio calvo que toma una cerveza en la terraza del café Haití mientras lee un periódico y se hace lustrar los zapatos fue el invencible atleta de la clase que nos dejó siempre botados en la carrera de cien metros planos y esa señora ajada y tristona que sale de una tienda cargada de paquetes la guapa del colegio a quien todos nos declaramos alguna vez en vano. Ahora, que como otras veces, paseo por Miraflores luego de tantos años de ausencia, veo y reconozco a ambos, como a otros tantos amigos de escuela o de barrio y me siento afligido pues nada queda de sus galas y ornamentos de juventud, sino los escombros de su antiguo esplendor”.
Ribeyro se iba, poco a poco, descomponiendo, pero su esplendor como artista no sufría ni un rasguño: en 1983 le otorgaron el Premio Nacional de Literatura en su país y, diez años después, cuando se asentó definitivamente en Perú, el Premio Nacional de Cultura. Volvía a respirar su brisa, a oír sus olas, a sentir esa neblina de Miraflores que le evocaba nuevos relatos e inspiraba su imaginación.
«Llego al malecón desierto al cabo de mi largo paseo, agobiado aún por el aleteo de invisibles presencias y reconozco en el poniente los mismos tonos naranja, rosa, malva que vi en mi infancia y escucho venir del fondo de los barrancos el mismo viejo fragor del mar reventando sobre el canto rodado».
El 25 de noviembre de 1994, un nuevo premio, el de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo lo confirmaban entre los más grandes escritores de Latinoamérica. Como habiendo esperado el tiempo suficiente para recogerlo, diez días después, Ribeyro se despidió de él y de sus seres queridos convirtiéndose en bruma. Hoy día, en Miraflores, es su voz la que se oye desde el fondo de los barrancos, guiada y suspendida en cada ráfaga de viento.
Imágenes: Christian Vinces , Adwo | Dani Keral